Jesús A. Manzaneque

I.E.S. "Isabel Martínez Buendía" - Pedro Muñoz, Ciudad Real, Castilla-La Mancha, España.

martes, 31 de diciembre de 2019

Iconografía Clásica - Licaón, Júpiter, el diluvio, Decaulión y Pirra


Licaón convertido en lobo por Júpiter
ANÓNIMO
1790-95 / Porcelana de la Real Fábrica del Buen Retiro, Madrid





Licaón, Júpiter, el diluvio, Decaulión y Pirra en las Metamorfosis de Ovidio:

Cuando el padre Saturnio vio todo esto desde lo alto de su fortaleza emitió un gemido, y recordando el sacrílego banquete de la mesa de Licaón (hecho que por ser reciente era aún desconocido), concibió en su corazón una profunda ira, digna de Júpiter, y convocó un concilio. Nada demoró a los convocados.

Hay un camino en las alturas que se ve cuando el cielo está sereno: recibe el nombre de Vía Láctea, y destaca por su misma blancura. Éste es el camino que recorren los dioses para dirigirse a la mansión del gran Tronante, al palacio del rey de los dioses. [...] Así pues, cuando los dioses se hubieron sentado en el marmóreo aposento, el propio Júpiter, desde un lugar encumbrado y apoyándose en su cetro de marfil, sacudió tres y cuatro veces su terrible cabellera, haciendo temblar la tierra, el cielo y las estrellas. Después, indignado, rompió a hablar de esta manera: «Nunca estuve más preocupado por el dominio del mundo. [...] Me veo obligado a destruir a todo el género humano, a lo largo y ancho de toda la tierra que rodea el fragoroso Nereo. Lo juro por los ríos del infierno que fluyen bajo tierra en el bosque estigio: antes lo hemos intentado todo. Pero cuando un miembro del cuerpo no se puede curar, hay que amputarlo con la espada, para que no afecte a la parte sana. [...] A mí mismo, señor del rayo y de todos vosotros, Licaón, cuya crueldad es de todos conocida, me ha tendido sus insidias». Todos se estremecieron, y con el ánimo encendido pedían la muerte del que tanto había osado. [...] Cuando aquél hubo acallado los murmullos con la voz y con un gesto de la mano, todos guardaron silencio. Una vez que el clamor se hubo apagado, reprimido por la autoridad del rey, Júpiter volvió a romper el silencio con estas palabras: «No os preocupéis por eso, aquél ya ha pagado su culpa. No obstante, os explicaré qué maldad cometió y cuál fue mi venganza. La infamia de estos tiempos había llegado a mis oídos; con la esperanza de que no fuera verdad desciendo del Olimpo y, dios con semblanza humana, recorro la tierra. Sería demasiado largo enumerar la cantidad de delitos que encontré por todas partes: la realidad superaba a las infamias que se contaban. [...] Entré en la sede, en la inhóspita morada del tirano de Arcadia, cuando ya el crepúsculo daba paso a la noche. Di señales de que había llegado un dios, por lo que el pueblo empezó a rezar. Entonces, Licaón primero se rió de las devotas oraciones, y luego dijo: “Voy a demostraros con una prueba evidente si éste es un dios o un mortal, y no quedarán dudas sobre la verdad”. Planea darme muerte por la noche, cogiéndome por sorpresa cuando me halle vencido por el sueño (tal es la prueba de la verdad que quiere poner en acto), y, no contento con eso, le corta el cuello con una espada a un rehén que le había enviado el pueblo de los molosos, y mientras cuece una parte de sus miembros todavía palpitantes en agua hirviendo, asa otra parte sobre el fuego. Tan pronto como los puso sobre la mesa, con un rayo vengador hice que la casa se derrumbara sobre aquel lugar digno de su dueño. Éste huye aterrado, y una vez en el silencio de los campos aúlla, e inútilmente intenta hablar; la rabia se refleja en su rostro desde lo más profundo de su ser, el deseo de matar que ya solía demostrar lo dirige ahora hacia los rebaños, y también ahora sigue disfrutando con la sangre. Sus ropas se transforman en pelo, los brazos en patas: se convierte en un lobo. Pero conserva rastros de su antigua forma: tiene el mismo pelo canoso, la misma violencia en el rostro, el mismo brillo en la mirada y la misma ferocidad en su aspecto. Una casa ha caído, pero más de una tenía que haber sido destruida: allá por donde se extiende la tierra reina la feroz Erinis. Se diría que hay una conjura del delito: ¡que reciban todos, pues, al punto el castigo que merecen! ¡Ésa es mi sentencia!».

[...]

Algunos aprueban abiertamente las palabras de Júpiter, alimentando aún más su ira, mientras que otros se limitan a asentir. A todos les duele, sin embargo, la pérdida de la raza humana.

[...]

Depone las armas fabricadas por los Cíclopes y decide aplicar un castigo diferente: exterminar a los mortales bajo las olas, dejando caer un diluvio desde todo el cielo. [...] Y cuando con un amplio gesto de las manos Júpiter comprimió las nubes suspendidas en el aire, sonó un trueno, y los densos nubarrones derramaron su contenido desde el cielo. [...] Pero la ira de Júpiter no se conforma con el cielo, su reino, y Neptuno su azul hermano, le ayuda proporcionándole más agua. [...] El dios, por su parte, sacudió la tierra con su tridente, y ésta tembló, y con la sacudida abrió el camino a las aguas. 

[...]

Y ya no había diferencia entre el mar y la tierra: todo era un océano, un océano sin costas. 

[...]

El océano en su desenfreno sumerge las alturas, y las olas chocan, cosa nunca vista, contra las cumbres de las montañas. A la mayoría se los llevan las olas, y a los que son perdonados por las aguas los doma el largo ayuno por falta de alimentos.

[...]

Deucalión y Pirra después del diluvio
Juan Bautista MARTÍNEZ DEL MAZO
Siglo XVII / Museo del Prado, Madrid





Un escarpado monte, que recibe el nombre de Parnaso, dirige sus dos picos hacia las estrellas, y sus cumbres se elevan por encima de las nubes. Fue aquí, pues el agua había sumergido todo lo demás, donde Deucalión atracó en una pequeña embarcación junto con su compañera de lecho, y allí dirigieron ambos sus oraciones. [...] No hubo hombre mejor ni más amante de la justicia que él, ni mujer más respetuosa con los dioses. Al ver Júpiter que el mundo estaba inundado de cenagosos pantanos, que de todos los miles de hombres que había poco antes sólo quedaba uno, y que de todas las miles de mujeres sólo quedaba una, ambos inocentes y devotos con las divinidades, dispersó las nubes, y apartándolas con el Aquilón, mostró al cielo la tierra y a la tierra el cielo.

[...] 

El mundo había vuelto a ser como antes. Y al ver que estaba desierto y que un profundo silencio reinaba sobre las tierras desoladas, Deucalión, con lágrimas en los ojos, le dijo así a Pirra: «Hermana, esposa, única mujer superviviente, a la que me han unido primero la estirpe común y el origen paterno, luego el matrimonio, y ahora los peligros que ambos corremos: de todas las tierras que se extienden desde el ocaso hasta el amanecer, nosotros somos los únicos habitantes, pues el mar ha engullido a todos los demás. [...] Ahora todo el género mortal se reduce a nosotros dos: así lo han querido los dioses, y somos los únicos supervivientes».

Así habló, y lloraban. Decidieron rezar a los dioses celestes y buscar auxilio en el oráculo sagrado. [...] «Si las oraciones justas ablandan la voluntad de los dioses, si calman la ira divina, dinos, oh Temis, cómo podemos reparar el daño sufrido por nuestra raza, y presta tu ayuda, oh piadosísima, al mundo sumergido». La diosa se conmovió y pronuncio el siguiente oráculo: «Abandonad el templo, cubríos las cabezas y soltaos las ceñidas ropas, y arrojad a vuestra espalda los huesos de la gran madre». Largo rato permanecieron mudos de asombro; luego, Pirra fue la primera en romper el silencio con sus palabras, y se negó a obedecer las órdenes de la diosa, rogándole con voz temblorosa que la perdonara, pues temía ofender el alma de su madre si arrojaba sus huesos. No obstante, siguieron repitiéndose las oscuras palabras del oráculo, de incomprensible ambigüedad, y dándole vueltas en sus cabezas. Por fin, el hijo de Prometeo tranquilizó con suaves palabras a la hija de Epimeteo, diciéndole: «O yo me equivoco, o el oráculo es justo y lo que nos ordena no es ninguna impiedad. La gran madre es la Tierra. Creo que lo que llama huesos son las piedras que están en el cuerpo de la tierra: ésas son las que debemos tirar detrás de nosotros». [...] Se alejaron y cubrieron sus cabezas, desataron sus túnicas y arrojaron las piedras tras sus pasos como les había sido ordenado. Las piedras (¿quién lo creería si no diera fe la antigüedad del testimonio?) empezaron a perder su dureza y su rigidez, a ablandarse lentamente, y blandas ya, a tomar forma. Luego crecieron y su naturaleza se hizo más tierna, de forma que empezaba a verse una figura humana, aunque no del todo exacta, como si estuviese a medio tallar en el mármol, semejante a una estatua apenas esbozada. Pero luego las partes terrosas y humedecidas por algún jugo se convirtieron en cuerpo, lo que era sólido y no se podía doblar se transformó en hueso, y las que antes eran venas conservaron el mismo nombre. Y en poco tiempo, por voluntad de los dioses, las piedras que había arrojado la mano del hombre tomaron la forma de hombres, y las que había arrojado la mujer se convirtieron en mujeres. Por esta razón somos una raza dura, que conoce la fatiga, y damos fe de cuál es nuestro origen.







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